Llegó a consulta mucho antes de lo acordado y se sentó a esperar. Con una tranquilidad que le envolvía, mirando hacia una higuera que se encuentra a unos metros de la ventana de mi consultorio – plantada por mi abuelo en el año que nací- me dijo: “Tomate tu tiempo, tranquila. Me tomé la tarde para venir hasta acá. Vengo de Montevideo” Eso me dió tranquilidad para tomarme mi tiempo entre consulta y consulta sin apuros.
Pasó y se sentó en el sofá que da hacia la ventana.
Te escucho – le dije- “En realidad no vengo por mí. Vengo para ver si podemos hacer algo con mi hijo” Su mirada iba posándose de planta en planta y yo sentía que con cada parpadeo ordenaba las cosas para poder expresarlas.
Por dónde empiezo… Esbozó. Hace un tiempo, mi hijo Manuel, el mayor, se ha puesto muy violento, agresivo, rebelde. Sé que llegando a la adolescencia es común, pero siento que se le está yendo la mano o se nos está yendo la mano a nosotros, sus padres, por no poner los límites que corresponden. También me pasa de que no le puedo llegar, no conectamos. No me reconoce como padre, siento que me ignora, no me ve. Sonriendo, agregó. Mi mujer dice que son cosas mías, que exagero. Creo que lo dice para que me quede más tranquilo. Pero yo sé que no es así. Me ignora, hay una distancia. Repitió. No me reconoce como padre.
Hubo un silencio. Su mente le trajo un recuerdo.
Decidí venir hasta acá, porque lo que pasó la semana pasada siento que fue la gota que derramó el vaso. -Escuchaba atenta, mientras notaba que su voz comenzaba a entrecortarse. –El martes, mi mujer le pidió a Manuel que le hiciera un favor. Nada del otro mundo, que le ayudara con algunas cosas de la casa. Él accedió, de mala manera, pero accedió. En un momento, el menor de mis hijos comenzó a “buscarlo” tirándole una pelota en la cabeza. Al cabo de un tiempo de continuar tirándole la pelota, Manuel se dió vuelta, dándole un piñazo en la cabeza. El chico quedó llorando… desconcertado por la reacción de su hermano. Mi mujer, que estaba viendo la escena desde la ventana que da a un patio interior que tenemos, se acercó e intentó frenarlo, evitando así que le siguiera pegando y al mismo tiempo calmando al pequeño. En ese momento, mi mujer lo miró fijamente y éste le larga un manotón a la madre, dejándole una marca que hasta el día de hoy la acompaña. Mi mujer, desconcertada, lo miró y éste le dice: Los odio, a vos y a ese que tengo como padre que es lo mismo que no tener uno!
Su voz se terminó de entrecortar.
Tenía una habilidad para trasmitir de forma ordenada y detallada que por un momento tuve la impresión de estar presenciando la escena.
Esperé y le pregunté – Decís que tu relación con Manuel es distante, ¿Siempre ha sido así? No. Cuando era más chico compartíamos más, nos íbamos de pesca… ahora que recuerdo…
Hubo un silencio.
Continué, ¿Cuándo crees que las cosas empezaron a cambiar?
Hará dos o tres años, cuando entró en la adolescencia. Si, por ahí. –Confirmó-
Hicimos un silencio que duró un largo rato.
Note su cara expectante. Como diciendo… ¿Ahora qué? ¿Cómo? ¿Qué sigue?
Recordé un libro que había leído hace un tiempo, La Ley del espejo. En él el autor expone que aquellos desafíos que los hijos e hijas les presenten a sus padres, tienen que ver -en su gran mayoría- con asuntos no resueltos que los padres tienen sin sanar con sus respectivos padres. Y para ser más precisos, existe una correlación entre los acontecimientos que los hijos presentan a una edad puntual y los acontecimientos que hayamos vivido –como hijos/as- a esa misma edad con nuestros padres.
Entonces le dije: Te propongo que dejemos a un lado, por ahora, la escena de Manuel. Y nos vayamos a mirar juntos la relación que tenías con tus padres a la edad de José. ¿Qué me puedes contar? ¿Cómo era la relación que tenías con tus padres a la edad de 14 – 15 años? Giro su cabeza nuevamente hacia afuera, haciendo el ejercicio-supongo- de recordar. Nunca tuve una buena relación. Mamá siempre fue una mujer muy exigente, autoritaria. Ella mandaba en casa. Papá, que ahora ya no está, tenía un perfil sumiso, callado, reservado, pero al mismo tiempo era cariñoso y demostrativo. Recuerdo a mamá siempre dándole órdenes a papá en algún punto. Se hacía lo que ella decía. Daba la impresión que papá le tenía miedo y creo también que yo me le parezco. Pero, volviendo a tu pregunta, para ser concreto, cuando yo tenía 13 o 14 años, mi padre consiguió un trabajo a 100 kilómetros de dónde vivíamos en aquel entonces. Allí, a mi padre le ofrecían un lugar hermoso dónde quedarse y además dónde recibir a su familia. Comenzamos a viajar con mi madre y mis 3 hermanos cada fin de semana. A mi me encantaba ese lugar, rodeado de naturaleza, cada vez que iba me quería quedar y un día se lo planteé a mi madre.
Ella estaba sentada debajo de una parra frondosa, debajo de un alero. Recuerdo que estaba tejiendo, ella era muy de eso. Uno de mis hermanos, el más chico, andaba merodeando por ahí… el resto adentro, jugando. La tarde estaba hermosa, se prestaba para que yo le planteara a mi madre que me quería quedar a vivir con mi padre allí, y que iba a comenzar mis estudios en el liceo que quedaba a unos pocos kilómetros de distancia. Me senté delante de ella, me pidió que me corriera porque le estaba tapando el sol.
Miró hacia afuera. Noté como ese recuerdo estaba muy lúcido en él.
Le dije “mamá quiero quedarme a vivir con papá” – paró de tejer pero no levantó la mirada. Se mantuvo así durante un tiempo. Le repetí, “mamá quiero quedarme a vivir con papá” Noté en su rostro furioso que estaba pensando la mejor manera de responder para que a mí se me fuera esa idea de la cabeza. Esbozó una sonrisa temerosa, invitándome a seguirlo.
Se levantó y yo con la punta de los dedos de los pies apoyados en el piso incliné la silla hacia atrás, pero ella se avecinó y me golpeó fuerte en una de las mejillas. Me dejó mirando hacia un costado. Lo recuerdo y puedo revivir ese dolor. Volvió a su silla, y remató la escena diciendo “que sea la última vez que te escucho decir eso”. Y efectivamente fue la última vez. Papá falleció al poco tiempo, dos o tres años después… si, yo tendría quince o dieciséis años…por ahí.
Dejé que mi mente siguiera en reposo y esta comenzó a traerme las posibles correlaciones que se estaban dando entre el presente y el pasado. Observaba la perfección de cómo su mente inconsciente se las podía estar ingeniando para que él pudiese liberarse de algo… de algo que hasta el momento no sabíamos qué.
Me miró, como habilitándome a intervenir.
Hice una pregunta directa y abierta. ¿Estás enojado con tu madre?
No lo sé, pienso que ya ha pasado tanto tiempo que francamente no lo sé. Tengo una relación distante con ella. No le doy mucha entrada la verdad. No voy mucho a su casa, distante podría decir…
Lo invité a que cerrásemos los ojos. Accedió. Le hice exactamente la misma pregunta: ¿Estás enojado con tu madre?
Lo acompañé en el silencio, sintiendo el nudo en su garganta. Al haber tenido una madre autoritaria intuí que era posible que en caso de estar enojado le costaría expresarlo.
Si, me dijo. Estoy enojado. Se me vienen imágenes de las veces que íbamos a lo de mi padre y yo me quería quedar con él. Se me vienen recuerdos de ver a papá quedarse sólo en aquella casa dónde yo me quería quedar con él.
Continuamos con los ojos cerrados.
Vamos a hacer un ejercicio, le propuse. Visualiza a tu hijo delante de ti y observa cómo sientes el hecho de que él no te reconozca.
Procedió. Lo acompañé. ¿Qué sientes? Enojo, me enoja que no me reconozca. Me duele. Y me culpo por no ser un buen padre, tal vez.
Ahora intenta visualizar a tu padre. Vi que le llevó más tiempo que con su hijo.
Pregunté. ¿Qué sientes? Enojo con culpa. ¿Culpa? Pregunté. Si, me siento culpable por no poder reconocerlo como padre.
Su tono había cambiado. Había comenzado a contarme lo que estaba viviendo en tiempo presente. Clara señal de que íbamos en buena dirección.
Continué – ¿Por qué no puedes reconocerlo? Inquirí. Porque mi madre no me lo permite. Afirmó.
Hizo un silencio.
Le pedí que trajera ahora la imagen de su madre delante de sí. Accedió. Intenta perdonarla sin exigirte. Puedes repetir para tu interior: “Mamá te perdono” y observa qué sucede.
Intuí que se le estaba haciendo difícil, aun así, espere en silencio acompañándolo con mi intención.
Al cabo de un rato, lo escuché decir: “Gracias mamá”. Me dio la sensación de que algo había sido reparado en su interior.
Volvimos a la normalidad. Su cara estaba distendida. Algo había cambiado.
“Me siento tranquilo” Concluyó. Como si me hubiese sacado un peso de encima.
¿Puedes observar cómo tu hijo, al no reconocerte como padre, te está presentando la oportunidad perfecta para que tú te liberes de la culpa y el enojo que sientes por no haber podido reconocer al tuyo?
Cerró los ojos como queriendo chequear lo que le acababa de decir.
Gracias. Ahora lo entiendo. Tiene todo el sentido. Concluyó.
Sesión Descifrando el espejo que tuvo lugar el Jueves 3 de Febrero del 2022
*El siguiente relato está basado en hechos reales, con cambios en nombres y género, habiendo sido incluso previamente presentado a la persona que asistió a consulta, quién autorizó su publicación.
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